Para poder tomar una decisión de seguir a Jesús, debemos creer que Él es el único Hijo engendrado del Padre. Cuando vino a la tierra Él nació de una virgen, siendo enteramente Dios y enteramente humano. Él vivió entre nosotros, siendo tentado en toda área, al igual que nosotros, sin embargo, nunca pecó. De esta forma, Él se convirtió en un sacrificio aceptable por los pecados del hombre. Dios Lo envió porque Él amó al mundo, y aún lo ama. Esto significa que Él te ama a ti y Él envió a Su hijo para dar Su vida para que Él pudiera restaurar y llenar la tuya.
Dios tuvo una carga de amor inagotable por el mundo entero. Por causa de este amor, Jesús padeció una muerte insoportable, reprobable y completamente denigrante. Él fue golpeado y sus cabellos fueron extraídos de Su rostro. Una corona de espinas fue torcida alrededor de Su cuero cabelludo, rompiendo vesículas de sangre produciendo que la sangre vertiera de su cabeza. Fue golpeado con un látigo de nueve colas: un látigo con nueve cuerdas que usualmente tiene pedazos de metal, hueso y vidrio rotos. Las marcas en su espalda no eran el producto de piel con moretones o sangrante. Su carne fue vorazmente rota de Su espalda, haciendo que músculos y huesos quedaran totalmente expuestos. Después de terminar, la piel y el músculo que aún estaba adherido a Su cuerpo colgaba como cintas.
Sobre esta espalda pusieron una cruz, forzándolo a cargarla solo. Mientras arrastraba esta cruz, el peso presionaba Su cuerpo abierto, insertando astillas de madera en Él. Cuando ya no podía cargarla, la cruz le fue dada a alguien más, sin embargo, Jesús fue forzado a caminar la distancia que quedaba hasta llegar al Gólgota. Él estaba deshidratado. Al caminar, la sangre que continuamente vertía a Sus ojos causaba un ardor severo y la carne de Su espalda estaba totalmente expuesta. ¡Él hizo esto por ti!
En Gólgota, donde Jesús fue crucificado, echaron Su cuerpo desnudo sobre la cruz. Repartieron sus vestimentas entre ellos. Por todos aquellos que en algún momento fueron violados, en este momento, Jesús sintió vergüenza. Ellos lo clavaron en la cruz, colocando los clavos en las venas más importantes que conectan las manos al sistema nervioso central. Clavaron un solo clavo atravesando Sus pies. No permitieron que Sus piernas colgaran bien estiradas, pero las fijaron para que Sus rodillas estuvieran dobladas en cuarenta y cinco grados, causando calambres severos e insoportables en Sus muslos. Sus músculos se fatigaron en minutos, sin embargo, Él continuó con vida por horas.
En la cruz, la muerte vino por asfixia. En la posición en que Jesús fue clavado en la cruz, era imposible respirar. No fue que estaba intentando tomar aire. La posición de la crucifixión produjo que Sus pulmones sean inflados a su máxima capacidad con aire. Tuvo que luchar para botar aire. Jesús tuvo que arrastrar su espalda de arriba para abajo en la cruz de madera por horas antes de tomar Su último respiro. Para poder arrastrar su carne abierta en la cruz, tenía que poner presión en sus pies causando que sus manos se tuercen en los clavos que estaban puestas en Sus nervios. La crucifixión puso al cuerpo en tal posición que las coyunturas de su brazo lentamente se dislocaran mientras que Él sufría. Para cuando Jesús llegara al punto de la muerte, todos Sus huesos estaban dislocados, añadiendo literalmente centímetros a la longitud de Sus brazos. ¡Él hizo esto por ti!
Con un rostro estropeado al punto de ser irreconocible, Jesús gritó al Padre, “Mi Dios, Mi Dios, ¿por qué Me has abandonado?” Él sufrió el más grande sentimiento de rechazo, porque cuando Él se volvió pecado por nosotros, Él tuvo que ser abandonado por Su Padre en el cielo. Al final, las complicaciones internas producidas por la crucifixión causaron una ruptura en el corazón de Jesús. Cuando fue atravesado en Su costado, sangre y agua vertieron. Jesús murió de un corazón roto por nosotros. Él murió para que podamos vivir, no sólo eternamente, pero también abundantemente. Él murió para darnos la vida misma de Dios. Él es el sacrificio aceptable — el único sacrificio que Dios acepta por nuestros pecados.
Para poder ser salvos, no sólo debemos creer que Jesús murió, pero que Él resucitó al tercer día. La victoria no estuvo en la muerte, pero en la resurrección de Jesucristo, cuando Él resucitó, teniendo todo el poder en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18). Luego, ascendió al cielo y se sentó a la mano derecha del Padre, donde permanece hasta este día, intercediendo continuamente por nosotros. ¡Éste es el Dios a quien yo sirvo! ¡Éste es el Dios de amor! ¡Éste es el evangelio de Jesucristo! La Biblia dice que si confesamos al Señor Jesucristo con nuestras bocas y creemos que Dios lo resucitó de los muertos en nuestro corazón, seremos salvos (Romanos 10:9). Si crees en este testimonio de Jesucristo en tu corazón, entonces puedes confesar esta oración con tu boca y serás salvo:
“Jesús, vengo delante de Ti y reconozco que soy un pecador. Me arrepiento. Clamo a Tu nombre y pido que me limpies con Tu sangre. Perdóname por mis pecados. Te invito en mi corazón, Jesucristo. Yo creo que naciste de una virgen, moriste y resucitaste en el tercer día para que pueda tener vida eterna. Abro mi vida a Ti y pido que vengas a mí y seas mi Señor y Salvador. Gracias por salvarme. Oro esto en el nombre de Jesús. Amén”.
Si acabas de hacer esta oración, ahora también tienes vida eterna en Cristo Jesús. Cuando mueras, inmediatamente serás llevado al cielo para pasar la eternidad con Dios (2 Corintios 5:8). Esto es algo que también debes saber: tal vez el liderazgo te haya fallado. Sin embargo, en Jesús encontrarás a un líder que nunca puede fallarte. Él hará que todo sea mejor y sanará cada herida. Tu esperanza y confianza acaba de ser puesta en el más grandioso líder que el cosmos conocerá.